domingo, 9 de febrero de 2014

La Colmena (1951)



No pretendo analizar aquí "La colmena" de CJC, un libro complejo, poliédrico y rebosante de aquella sucia realidad de la postguerra española, ya que me daría miedo escribir solamente obviedades y cosas repetidas, leídas tantas veces en otros sitios. Sin embargo, desde que la leí en una edición de bolsillo barata porque era lectura obligatoria en el instituto me quedé prendado con los textos introductorios que Cela fue escribiendo a lo largo de los años. Aquellos textos los leí muchas veces y también los subrayé y repetía aquellas frases y me quedaba con la boca abierta. Hoy, después de algunos años rescato estas notas y las comparto aquí con los lectores. Aquí está toda la sabiduría de Cela condensada en apenas algunas líneas que él llamó de "Notas a la primera, segunda, tercera, cuarta edición".

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LA COLMENA (1951)

NOTA A LA PRIMERA EDICIÓN

Mi novela “La colmena”, primer libro de la serie “Caminos inciertos”, no es otra cosa que un pálido reflejo, que una hu­milde sombra de la cotidiana, áspera, entrañable y doloro­sa realidad.
Mienten quienes quieren disfrazar la vida con la másca­ra loca de la literatura. Ese mal que corroe las almas; ese mal que tiene tantos nombres como queramos darle, no puede ser combatido con los paños calientes del conformis­mo, con la cataplasma de la retórica y de la poética.
Esta novela mía no aspira a ser más —ni menos, cierta­mente— que un trozo de vida narrado paso a paso, sin reti­cencias, sin extrañas tragedias, sin caridad, como la vida discurre, exactamente como la vida discurre. Queramos o no queramos. La vida es lo que vive —en nosotros o de nosotros—; nosotros no somos más que su vehículo, su excipiente como dicen los boticarios.
Pienso que hoy no se puede novelar más —mejor o peor—  que como yo lo hago. Si pensase lo contrario, cambiaría de oficio.
Mi novela —por razones particulares— sale en la Repú­blica Argentina; los aires nuevos —nuevos para mí— creo que hacen bien a la letra impresa. Su arquitectura es com­pleja, a mí me costó mucho trabajo hacerla. Es claro que esta dificultad mía tanto pudo estribar en su complejidad como en mi torpeza. Su acción discurre en Madrid —en 1942— y entre un torrente, o una colmena, de gentes que a veces son felices, y a veces, no. Los ciento sesenta personajes)  que bullen —no corren— por sus páginas, me han traído durante cinco largos años por el camino de la amar­gura. Si acerté con ellos o con ellos me equivoqué, es cosa que deberá decir el que leyere.
La novela no sé si es realista, o idealista, o naturalista, o costumbrista, o lo que sea. Tampoco me preocupa demasiado. Que cada cual le ponga la etiqueta que quiera; uno ya está hecho a todo.

NOTA A LA SEGUNDA EDICIÓN

Pienso lo mismo que hace cuatro años. También siento y preconizo lo mismo. En el mundo han sucedido extrañas cosas —tampoco demasiado extrañas—, pero el hombre acorralado, el niño viviendo como un conejo, la mujer a quien se le presenta su pobre y amargo pan de cada día col­gado del sexo —siniestra cucaña— del tendero ordenancis­ta y cauto, la muchachita en desamor, el viejo sin esperanza, el enfermo crónico, el suplicante y ridículo enfermo cró­nico, ahí están. Nadie los ha movido. Nadie los ha barrido. Casi nadie ha mirado para ellos.
Sé bien que La colmena es un grito en el desierto; es posible que incluso un grito no demasiado estridente o desga­rrador. En este punto jamás me hice vanas ilusiones. Pero, en todo caso, mi conciencia bien tranquila está.
Sobre La colmena, en estos cuatro años transcurridos, se ha dicho de todo, bueno y malo, y poco, ciertamente, con sentido común. Escuece darse cuenta que las gentes siguen pensando que la literatura, como el violín, por ejemplo, es un entretenimiento que, bien mirado, no hace daño a nadie. Y ésta es una de las quiebras de la literatura.
Pero no merece la pena que nos dejemos invadir por la tristeza. Nada tiene arreglo: evidencia que hay que llevar con asco y con resignación. Y, como los más elegantes gladiadores del circo romano, con una vaga sonrisa en los labios.

NOTA A LA TERCERA EDICIÓN

Quisiera desarrollar la idea de que el hombre sano no tiene ideas. A veces pienso que las ideas religiosas, morales, sociales, políticas, no son sino manifestaciones de un desequilibrio del sistema nervioso. Está todavía lejano el tiempo en que se sepa que el apóstol y el iluminado son car­ne de manicomio, insomne y temblorosa flor de debilidad. La historia, la indefectible historia, va a contrapelo de las ideas. O al margen de ellas. Para hacer la historia se preci­sa no tener ideas, como para hacer dinero es necesario no tener escrúpulos. Las ideas y los escrúpulos —para el hombre acosado: aquel que llega a sonreír con el amargo rictus del triunfador— son una rémora. La historia es como la circulación de la sangre o como la digestión de los alimen­tos. Las arterias y el estómago, por donde corre y en el que se cuece la sustancia histórica, son de duro y frío pedernal. Las ideas son un atavismo —algún día se reconocerá— jamás una cultura y menos aún una tradición. La cultura y la tradición del hombre, como la cultura y la tradición de la hiena o de la hormiga, pudieran orientarse sobre una rosa de tres solos vientos: comer, reproducirse y destruirse. La cultura y la tradición no son jamás ideológicas y si, siempre, instintivas. La ley de la herencia —que es la más pasmosa ley de la biología— no está ajena a esto que aquí vengo diciendo. En este sentido, quizás admitiese que hay una cultura y una tradición de la sangre. Los biólogos, sa­gazmente, le llaman instinto. Quienes niegan o, al menos, relegan al instinto —los ideólogos—, construyen su artilugio sobre la problemática existencia de lo que llaman el "hombre interior", olvidando la luminosa adivinación de Goethe: está fuera todo lo que está dentro. Algún día volveré sobre la idea de que las ideas son una enfermedad. Pienso lo mismo que dos años atrás. Desde mi casa se ven, anclados en la bahía, los grises, poderosos, siniestros buques de la escuadra americana. Un gallo cacarea, en cualquier corral, y una niña de dulcecita voz canta —¡oh, el instinto!— los viejos versos de la viudita del conde de Oré.
No merece la pena que nos dejemos invadir por la triste­za. La tristeza también es un atavismo.
                                                                   CJC, Palma de Mallorca, 18 de junio de 1957

NOTA A LA CUARTA EDICIÓN

Seguimos en las mismas inútiles resignaciones: los mis­mos dulces paisajes que tanto sirven para un roto como para un descosido. Es grave confundir la anestesia con la esperanza; también lo es, tomar el noble rábano de la pa­ciencia por las ruines hojas —lacias, ajadas, trémulas— de la renunciación.
Desde la última salida de estas páginas han pasado cin­co años más: el tiempo, en nuestros corazones, lleva cinco años más parado, igual que una ave zancuda muerta —y enhiesta e ignorante— sobre la muerta roca del cantil. ¡Qué ridícula, la carne que envejece sin escuchar el zarpazo —o el lento roído— del tiempo, ese alacrán!
Sobre los zurrados cueros de mis títeres (Juan Lorenzo, natural de Astorga, hubiera dicho: caeran fornecinos e de rafez affer) han caído no cinco, sino veinte lentos, dego­llados, monótonos años. Para los míos —que el tiempo late en los de todos y de su marca no se libra ni la badana de los tres estamentos barbirrapados: curas, cómicos y tore­ros— también sonaron los veinte agrios (o no tan agrios) avisos de veinte sansilvestres.
Sí. Han pasado los años, tan dolorosos que casi ni se sienten, pero la colmena sigue bullendo, pese a todo, en adoración y pasmo de lo que ni entiende ni le va. Unas in­signias (el collar del perro que no cambia) han sido arrumbadas por las otras y los usos de mis pobres conejos domés­ticos (que son unos pobres conejos domésticos que, a lo que se ve, sólo aspiran a ir tirandillo) se fueron acoplando, dó­ciles y casi suplicantes, al último chinchín que les sopló (¡qué ilusión mandar a la plaza todos los días!) en las ore­jas.
A la historia —y éste es un libro de historia, no una novela— le acontece que, de cuando en cuando, deja de enten­derse. Pero la vida continúa, aun a su pesar, y la historia, como la vida, también sigue cociéndose en el inclemente puchero de la sordidez. A lo mejor la sordidez, como la tristeza de la que hablaba hace cinco años, también es un atavismo.
La política —se dijo— es el arte de encauzar la inercia de la historia. La literatura, probablemente, no es más cosa que el arte (y, a lo mejor, ni aun eso) de reseñar la marejadilla de aquella inercia. Todo lo que no sea humil­dad, una inmensa y descarada humildad, sobra en el equi­paje del escritor: ese macuto que ganaría en eficacia si acertara a tirar por la borda, uno tras otro, todos los ata­vismos que lo lastran. Aunque entonces, quizás, la literatu­ra muriese: cosa que tampoco debería preocuparnos dema­siado.
 C. J. C., Palma de Mallorca, 7 de mayo de 1962

ULTIMA RECAPITULACIÓN

Hay reglas generales: las aguas siempre vuelven a sus cauces, las aguas siempre vuelven a salirse de sus cauces, etc. Pero al fantasma, aún tenue, de la realidad, no ha na­cido quien lo apuntille, quien le dé el certero cachetazo que le haga estirar la pata de una puñetera vez y para siempre. El mundo gira, y las ideas (?) de los gobernantes del mun­do, las histerias, las soberbias, los enfermizos atavismos de los gobernantes del mundo, giran también y a compás y se­gún convenga. En este valle de lágrimas faltan dos cosas: salud para rebelarse y decencia para mantener la rebelión; honestamente y sin reticencias, con naturalidad y sin fingir extrañas tragedias, sin caridad, sin escrúpulos, sin insom­nios (tal como los astros marchan o los escarabajos se ha­cen el amor). Todo lo demás es pacto y música de flauta.
En uno de estos giros, sonámbulos giros, del inmediato mundo. La colmena se ha quedado dentro. Lo mismo hu­biera podido —a iguales méritos e intención— acontecer lo contrario. Lo mismo, también, hubiera podido no haberse escrito por quien la escribió: otro lo hubiera hecho. O nadie (seamos humildes, inmensa y descaradamente humildes, etc.). El escritor puede llegar hasta el asesinato para re­dondear su libro; tan sólo se le exige que —en su asesinato y en su libro— sea auténtico y no se dejé arrastrar por las afables y doradas rémoras que la sociedad, como una aja­da amante ya sin encantos, le brinda a cambio de que en­mascare el latido de aquello que a su alrededor sucede.
El escritor también puede ahogarse en la vida misma: en la violencia, en el vicio, en la acción. Lo único que al es­critor no le está permitido es sonreír, presentarse a los con­cursos literarios, pedir dinero a las fundaciones y quedarse entre Pinto y Valdemoro, a mitad de camino. Si el escritor, no se siente capaz de dejarse morir de hambre, debe cam­biar de oficio. La verdad del escritor no coincide con la ver­dad de quienes reparten el oro. No quiere decirse que el oro sea menos verdad que la palabra, y sí, tan sólo, que la pala­bra de la verdad no se escribe con oro, sino con sangre (o con mierda de moribundo, o con leche de mujer, o con lágrimas).
La ley del escritor no tiene más que dos mandamientos: escribir y esperar. El cómplice del escritor es el tiempo. Y el tiempo es el implacable gorgojo que corroe y hunde la so­ciedad que atenaza al escritor. Nada importa nada, fuera de. la verdad de cada cual. Y todavía menos que nada, debe importar la máscara de la verdad (aun la máscara de la verdad de cada cual).
El escritor es bestia de aguantes insospechados, animal de resistencias sinfín, capaz de dejarse la vida —y la repu­tación, y los amigos, y la familia, y demás confortables za­randajas— a cambio de un fajo de cuartillas en el que pue­da adivinarse su minúscula verdad (que, a veces, coincide con la minúscula y absoluta libertad exigible al hombre). Al escritor nada, ni siquiera la literatura, le importa. El es­critor obediente, el escritor uncido al carro del político, del poderoso o del paladín, brinda a quienes ven los toros des­de la barrera (los hombres clasificados en castas, clases o colegios) un espectáculo demasiado triste. No hay más es­critor comprometido que aquel que se jura fidelidad a sí mismo, que aquel que se compromete consigo mismo. La fidelidad a los demás, si no coincide, como una moneda con otra moneda, con la violenta y propia fidelidad al dictado de nuestra conciencia, no es maña de mayor respeto que la disciplina —o los reflejos condicionados— del caballo del circo.
El escritor nada pide porque nada —ni aun voz ni plu­ma— necesita, y le basta con la memoria. Amordazado y maniatado, el escritor sigue siendo escritor. Y muerto, tam­bién: que su voz resuena por el último confín del desierto, y que el recuerdo de sus criaturas ahí queda. Mal que pese a los pobres títeres que quieren arreglar el mundo con el de­recho administrativo.
A la sociedad, para ser feliz en su anestesia (las hojas del rábano de la esperanza), le sobran los escritores. Lo malo para la sociedad es que no ha encontrado la fórmula de raerlos de sí o de hacerlos callar. Tampoco está en el camino de conseguirlo.
En los tiempos modernos, el escritor ha adoptado cuatro sucesivas actitudes ante los políticos obstinados en condu­cir al hombre por derroteros artificiales (todos los derrote­ros por donde los políticos han querido conducir al hombre son artificiales, y todos los políticos se obstinaron en no permitir al hombre caminar por su natural senda de íntima libertad). Al escritor que se hubiera cambiado por el políti­co sucedió el escritor que se conformaba con marchar a re­molque del político. Al escritor que se siente lazarillo del político, ¡qué ingenua soberbia!, seguirá el escritor que lo despreciará. La historia tiene ya el número de páginas su­ficientes para enseñarnos dos cosas: que jamás los podero­sos coincidieron con los mejores, y que jamás la política (contra todas las apariencias) fue tejida por los políticos (meros canalizadores de la inercia histórica). El fiscal de esta inercia y de los zurriagazos de quienes quieren, vana­mente, llevarla por aquí o por allá, es el escritor. El resul­tado nada ha de importarle. La literatura no es una chara­da: es una actitud.

C. J. C, Palma de Mallorca, 2 de junio de 1963


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